CON ECO:El teléfono móvil y la verdad
Se pueden hacer reflexiones pesimistas (paradójicas y, por lo tanto, creíbles) sobre el nuevo “homo mobilis” u “homo cellularis” -será materia de sesudo debate.
Umberto Eco
En la última columna mía (La Nación Domingo, 25/09/2005) aludía al libro de Maurizio Ferraris (“¿Dónde estás? Ontología del teléfono móvil”), donde se demuestra cómo los móviles están cambiando radicalmente nuestra forma de vivir hasta convertirse en un objeto interesante “desde el punto de vista filosófico”.
Habiendo adoptado también las funciones de una agenda palmar y de un pequeño ordenador con conexión a la red, el móvil se va convirtiendo siempre menos en instrumento de oralidad y siempre más en instrumento de escritura y lectura. Como tal, se ha convertido en un instrumento omnímodo de registro, y ya veremos hasta qué punto a un admirador de Jacques Derrida como Ferraris, palabras como escritura, registro e “inscripción” despiertan su atención.
Resultan apasionantes, incluso para el lector que no es un especialista, las primeras cien páginas de “antropología” del móvil. Hay una diferencia sustancial entre hablar por teléfono y hablar por el móvil. Por teléfono siempre podíamos preguntar si Fulanito estaba en casa mientras que con el móvil (salvo en casos de robo) siempre sabemos quién responde, y si está, lo que cambia nuestra situación de privacidad.
Ahora bien, con el teléfono fijo uno sabía siempre dónde estaba el interlocutor, mientras que ahora tenemos el problema de dónde estará (lo curioso es que puede contestarnos “estoy justo detrás de ti” y, si está abonado a una compañía de un país distinto, su respuesta estará dando la vuelta al mundo para llegar a nosotros). El problema es que yo no sé dónde está el que me contesta pero la compañía telefónica sí sabe dónde estamos ambos, de modo que a una capacidad de sustraerse al control individual le corresponde una transparencia total de nuestros movimientos con respecto al Gran Hermano (el de Orwell, no el de la tele).
Se pueden hacer reflexiones pesimistas (paradójicas y, por lo tanto, creíbles) sobre el nuevo “homo mobilis” u “homo cellularis” -será materia de sesudo debate. Por ejemplo, cambia la dinámica misma de la interacción cara a cara entre Fulanito y Menganito, que ya no es una relación entre dos, porque el coloquio puede ser interrumpido por una intromisión móvil de parte de Zutanito, y entre Fulanito y Menganito la interacción se desarrollará de forma intermitente o se acabará del todo. Así pues, el instrumento príncipe de la conexión (el estar siempre presente yo con los demás, como los demás conmigo) se convierte al mismo tiempo en el instrumento de la desconexión (Fulanito está conectado con todos menos con Menganito).
Entre las reflexiones optimistas, me gusta la referencia a la tragedia de Zhivago que después de muchos años vuelve a ver a Lara desde el tranvía (¿recuerdan la escena final de la película?), no consigue bajar a tiempo para alcanzarla y muere. Si ambos hubieran tenido un móvil, ¿habríamos tenido un final feliz?
El análisis de Ferraris oscila entre las posibilidades que abre el móvil y las castraciones a las que nos somete, ante todo la pérdida de la soledad, de la reflexión silenciosa sobre nosotros mismos, y la condena a una presencia constante del presente. No siempre la transformación coincide con la emancipación.
Ahora bien, una vez llegado a un tercio del libro, Ferraris pasa del móvil a una discusión sobre los temas que más lo han apasionado en los últimos años, entre ellos una polémica con sus maestros originarios, de Heidegger a Gadamer, a Vattimo, contra el posmodernismo filosófico, contra la idea de que no existen hechos sino sólo interpretaciones, hasta una defensa ya plena del conocimiento como “adaequatio”, es decir, como espejo de la naturaleza (pobre Rorty). Naturalmente, con muchos matices, siento no poder seguir paso a paso la fundación de una suerte de realismo que Ferraris denomina “textualismo débil”.
¿Cómo se llega del móvil al problema de la verdad? A través de una distinción entre objetos físicos (como una silla o el Mont Blanc), objetos ideales (como el teorema de Pitágoras) y objetos sociales (como la Constitución o la obligación de pagar los consumos del bar). Los primeros dos tipos de objetos existen también fuera de nuestras decisiones, mientras que el tercer tipo se vuelve, digámoslo así, operativo sólo tras un registro o inscripción.
Una vez dicho que Ferraris intenta asimismo una fundación de alguna forma “natural” de estos registros sociales, he aquí que el móvil se presenta como el instrumento absoluto de cualquier acto de registro.
Sería interesante discutir muchos puntos del libro. Por ejemplo, las páginas dedicadas a la diferencia entre registro (constituye registro un extracto del banco, una ley, cualquier recopilación de datos personales) y comunicación.
Las ideas de Ferraris sobre el registro son muy interesantes, mientras que sus ideas sobre la comunicación siempre han sido un poco genéricas (para usar contra él la metáfora de un pamphlet suyo previo, parece que las haya comprado en Ikea). Pero en el espacio que me consiente esta columna, no se hacen reflexiones filosóficas minuciosas. Algún lector se preguntará si de verdad era necesario reflexionar sobre el móvil para llegar a conclusiones que podían partir también de los conceptos de escritura y de “firma”.
Claramente, el filósofo puede empezar por la reflexión sobre un gusano para diseñar una metafísica, pero quizá el aspecto más interesante del libro no es que el móvil le haya permitido a Ferraris desarrollar una ontología, sino que su ontología le haya permitido entender y hacernos entender el móvil.
(The New York Times Syndicate)
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