La disposición orgánica —la “necesidad” que tiene el niño de alimentarse, su dependencia de lo que se le proporciona, y la experiencia de los gestos de aprobación y asco por parte de los que lo cuidan, se combinan en la formación del apetito y de los gustos del principiante social.
La anticipación de metas que cumplirán nuestros impulsos se da a menudo en términos de símbolos. Así, el propósito o la intención pueden llamarse “impulso simbolizado”. Los deseos son para algo. Se pue de decir que los impulsos que no están ligados a un objeto que los satis faría son irracionales o indefinidos. No podemos abordar fructíferamente los “deseos” contraponiéndolos a lo que es deseado. En el deseo, el conte nido y el impulso forman una unidad intrínseca.
En el momento de alimentarlo, el niño levanta la cabeza, agita las ma nos, abre la boca sin dientes. Su madre dice que tiene hambre, al inferir “hambre” de la actividad que observa. La certeza de su afirmación se ve en la avidez con la que el niño toma el pezón, lo sostiene firmemente y succiona fuertemente. Las preferencias alimenticias del niño se establecen por la elección y el control del alimento que se le ofrece. Aprende lo que es “bueno” y lo’ que es “malo” para comer, que el alimento es bueno y las heces son repugnantes; y, oportunamente, deseará uno y rechazará las otras. Los impulsos hacia el alimento se disciplinan así por sensaciones del tacto y de la vista, del gusto y del olor, y, cosa más importante, por las normas de los otros expresadas en presencia del niño: las definiciones sociales de los apetitos y los umbrales del disgusto. Por medio de sus expresiones de asco y sus gestos de aprobación, la madre establece el “gusto” del niño.
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