La estructura del guión fílmico
La acción de todo relato, para Vale, supone tres fases que inciden inevitablemente en el comportamiento del personaje:
1) La «motivación» es el motor de toda causa de la acción del conflicto y que presupone, implícita o explícitamente, que todo individuo pase de un estado de calma a otro de crisis, de inestabilidad y perturbación. Incluso cuanto todo relato se inicie con un personaje en estado de perturbación, le es inherente presuponer un estado anterior de calma, porque éste es el estado que anhela encontrar como objetivo final.
2) Todo «motivo» implica la existencia de una «intención» de alcanzar algo, no exento de obstáculos y de dificultades. Por ello, el enfrentamiento entre las intenciones y las dificultades a esas intenciones tiene la función de presentar la «lucha» del personaje. Si la primera fase consiste en presentar qué es lo que quiero conseguir, la segunda sería cómo lo voy a conseguir, el desarrollo del conflicto y de la lucha.
3) toda «intención» se establece con el fin de alcanzar un «objetivo», por eso, toda «intención» culmina cuando el héroe contempla, confirmada o frustrada, aquella expectativa que le motivó. Es entonces cuando se produce un «ajuste» del personaje, porque vuelve a un estado equilibrado del alma, similar al estado inicial del que partió, pero no igual, pues ya no se puede pensar igual que antes.
Sin duda alguna, Syd Field ha dibujado uno de los esquemas conceptuales más lúcidos sobre la estructura del guión cinematográfico, que él mismo llegó a denominar como paradigma, y que se configura a través de tres actos denominados planteamiento, confrontación y resolución. El primer acto enmarcaría el contexto dramático de planteamiento de una historia, con unos personajes, envueltos en una situación dramática, y hacia el final del primer acto se produce un «nudo de acción» o «punto trama» (plot point), que sería «un incidente, episodio o acontecimiento que se engancha a la acción y le hace tomar otra dirección». Para Field, es en este punto cuando realmente comienza la acción y la dirige hacia una determinada dirección. En Lucía y el sexo (Julio Médem, 2001), Lorenzo es un joven escritor ofuscado en su segunda novela. Encuentra su vida estancada y sin sentido. Pero una tarde, en una cafetería, una joven, Lucía, le asalta para confesarle toda la admiración que le profesa y para proponerle vivir juntos. Lorenzo, nervioso, piensa que esto es un desafío que podría cambiar su vida y acepta la locura de su proposición. Esta secuencia marcaría el arranque de la acción (el «punto trama») y delimitaría el final del primer acto.
El segundo acto, que enmarcaría el contexto dramático de la confrontación, lo divide en dos bloques dramáticos a través de un «punto medio», constituido por un suceso o acontecimiento, que supone «una transición crucial, un destino, un faro que le guía y le ayuda a mantener el rumbo en la ejecución de su trama argumental». Este «punto medio» señala el paso de un contexto dramático a otro que ha de transitar el héroe hasta la resolución final. En Nueves reinas, el segundo acto se inicia con dos estafadores que pretenden conseguir nueves sellos falsos de gran valor para venderlos a un rico empresario gallego. Y cuando creen cerrar un trato que les puede cambiar sus vidas, unos ladrones motorizados les arrebatan las nueves reinas. Este suceso marca el «punto medio» de este acto, ya que les vuelve a posicionar en el mismo estado inicial en el que se encontraban antes. Un nuevo contexto comienza a partir de ahora cuando piensan que comprando los sellos auténticos todavía podrían extraer un lucrativo beneficio, pero ello supone depositar todos los ahorros que poseen. Podemos observar que el primer bloque dramático nos encontramos dos estafadores, seguros de sí mismos, que pretenden vender, mientras que en el segundo bloque dramático son dos estafadores desesperados que pretenden comprar. El segundo bloque dramático conduce a un nuevo «punto trama», que ponen en crisis a los protagonistas, y además abre el espacio y el contexto dramático del tercer acto, la de la resolución, que se envuelve en una escena, secuencia, incidente clave, que cierra y responde a aquello por lo que el héroe fue motivado a perseguir.
III) Para Linda Seger toda composición dramática se puede reducir a los tres ejes básicos de planteamiento (set-up), desarrollo (development) y resolución (resolution), que se corresponderían con los clásicos tres actos de principio-medio-fin. Para Seger, en el paso de un acto a otro se produce una camino de fractura, un quiebro de la acción, denominado «punto de giro» (turning point), que equivaldría al «punto trama» (plot point) de Field, y que es inevitablemente necesario para el continuo fluir de la acción dramática. Los «puntos de giro» cambian el horizonte, la dirección de la trama principal, pues en ellos se van a dirimir una serie de decisiones que el personaje protagonista ha de tomar para introducir el escenario de los sucesos posteriores y plantear la cuestión central de la trama principal, que ha de ser resuelta inexorablemente en el punto nuclear más álgido del filme, el clímax, situado hacia el final del tercer acto. Pero la gran aportación de Seger a este esquema estructural es el concepto de «catalizador» o «detonante» (catalyst), ubicado en el marco del primer acto, que sería el motor de arranque de la acción, donde comienza realmente la historia y donde el personaje principal se pone en movimiento. No todos los filmes poseen un «detonante», pero cuando se inserta abre una brecha en el conflicto y prepara el «punto de giro», donde se dirimen las cuestiones que han de desarrollarse en el segundo acto. Puede ubicarse desde el mismo inicio del filme, como ocurre en Juego de lágrimas (The crying game, de Neil Jordan, 1992), que arranca con el secuestro de un soldado, pero desde el «detonante» hasta el «punto de giro» la tensión dramática ha de fluir in crescendo, y no al revés, puesto que el «punto de giro» es el punto nuclear dramático más intenso de este primer acto y donde se esclarece lo que ha de atravesar el héroe en el siguiente acto.
La estructura de lo real en la Dialéctica de Hegel.
En términos lógicos, el primer paso de este proceso de producción de ser es la objetivación. En la objetivación la totalidad que es la historia humana deviene a la vez sujeto y objeto. Se desdobla en términos, no siendo su ser sino la vida de estos términos. Considerada desde el marxismo esta noción sugiere que en el acto de la producción un sujeto pone su subjetividad en un objeto y, a la vez, por hacerlo, resulta él mismo, objetivado. Puede parecer extraño, es una lógica no convencional, pero lo que ocurre es que la producción es el término real y central, de la que resultan los otros dos términos.
Se podría decir que la objetivación es un proceso social, pero en rigor es al revés : llamo "social" a la pluralidad de dimensiones de la objetivación. No es que lo social se objetive, la objetivación misma es lo social.
Esta manera extremadamente abstracta y general de introducir el tema es necesaria para conservar una intuición fundante del marxismo, la idea de que todo objeto vale por la subjetividad, en forma de trabajo, que contiene. Pero también, a la inversa, la idea de que sólo se es sujeto en el marco del proceso social del trabajo.
Más allá incluso. Todo objeto es el objeto que es sólo en virtud de haber sido objetivado. Simplemente no hay objetos fuera e independientemente del acto social de la producción. Pero también, a la inversa, simplemente no hay sujeto fuera e independientemente de este acto de producir. O, también, no hay sujeto por sí mismo. El sujeto también es algo producido.
Por otro lado, cuando se dice que la historia humana debe ser considerada como sujeto, lo que ocurre es que el término "sujeto" se está usando de una doble manera : tanto para la totalidad como para uno de los términos que se auto producen.
Esto es importante en los dos planos. Es necesario mantener la noción, por un lado, de que el conjunto de la historia es una subjetividad que se hace a sí misma, y no un conjunto de objetos, dotados de una cierta naturaleza previa y necesaria, que constriñe las posibilidades de su construcción. Es necesario, para la voluntad revolucionaria, que la historia humana como conjunto no tenga límite necesario alguno, como no sea los que ella misma se pone.
Pero, por otro lado, es necesario sostener la noción de una historia dividida, esencialmente trágica, que pone como objetividad su propia opacidad esencial.
En esta visión trágica, es sujeto, ahora como término de una totalidad dividida, la negatividad que la empuja hacia más allá de sí misma, y es objeto aquello que esa misma subjetividad pone como la exterioridad en que quiere realizarse. Es objeto, ese objeto suyo, se reconozca en él o no, por la lógica de movimiento contradictorio que hace posible tanto a la negatividad como a la positividad que paso a paso pone y supera, una y otra vez.
Esta no es sino la idea de libertad, entendida no como simple imperio de la contingencia y el azar, sino como auto determinación.
Pero no hay auto determinación pura sino del género. Los individuos son efectos, reales y potencialmente autónomos, que sólo pueden auto determinarse a través de un otro, ya sea como inter subjetividad (sépanlo o no), o como trans individualidad, y este es el punto esencial, más allá de sus consciencias, sin que puedan saberlo.
El simple movimiento entre objetivación y reconciliación, que pasa por el auto reconocimiento en el objeto producido, debería ser la manera del ser y la felicidad humana. Pero hay dos cuestiones esenciales que cambian sustancialmente este cuadro idílico. Una es que existen los otros, de tal manera que el objeto producido es, con más frecuencia de lo que un misántropo quisiera, otro ser humano, y la relación de reconocimiento y reconciliación posible es sustancialmente más compleja. La otra cuestión es que la felicidad humana sólo encuentra su cumplimiento en esta clase de objeto producido que es un otro humano.
Esto es política y existencialmente esencial. Hegel lo dice así: "una autoconsciencia sólo encuentra su satisfacción en otra autoconsciencia" En el camino que va desde la objetivación a la reconciliación está la presencia del otro, no simplemente de lo otro en general, sino precisamente la del otro humano, sin el que no podemos realizarnos como sujetos.
La primera consecuencia posible de la mediación que el otro hace respecto del objeto producido puede llamarse extrañamiento. En el extrañamiento, no nos reconocemos en el objeto que hemos producido, y nos produce, nuestro propio objeto nos resulta extraño. Más allá, o por debajo, de su consciencia, quiéralo o no, sépalo o no, el otro puede introducir una enemistad entre el sujeto y el objeto inmediato producido en que se objetiva, produciendo así una dificultad en su propia subjetivación. Creemos haber hecho algo, haber construido algo, haber actuado de una determinada manera, y nos encontramos con que lo hecho, lo actuado, lo construido, resulta ser algo que no nos parece salido de nuestra propia acción, y somos llevados, subjetiva y objetivamente, a la insatisfacción. Para resolver una situación de extrañamiento se requiere la participación y el consentimiento activo del otro, que está mediando la obra, el acto, o del otro mismo que ha resultado extraño.
Volver a ser amigos, reconocer que los poemas que uno escribía no eran tan malos, entender por fin un poco más a su propio padre, darse cuenta de que los burgueses también quieren a sus hijos, son ejemplos en que lo que ha devenido extraño debe participar activamente en el reencuentro, y puede, en principio, no hacerlo nunca.
En la constelación de objetos y sujetos que resultan del proceso social global de la objetivación, la conexión transparente de todos con todos es una mera posibilidad teórica, abstracta. Siempre los particulares pueden resultar extrañados de sus objetos, y es preferible sostener que hay una opacidad esencial de lo social que hará de hecho que esto ocurra una y otra vez. "Opacidad" que no es sino otro nombre para la realidad de la libertad de los particulares en el universal de la historia humana, que los contiene y constituye.
Es importante, en términos existenciales y políticos, el que el extrañamiento sea esencial, consustancial, a la objetivación : nunca hay transparencia perfecta entre el creador y la obra, porque esa transparencia sólo se puede realizar a través de un otro que la reconozca, y ese otro, que es esencialmente libre, puede obstinarse siempre en el no reconocer. Pero la obstinación posible, en este caso, no debe verse como una deliberación, como un acto de la consciencia, aunque también pueda darse de esa manera, sino, esencialmente, como un hecho objetivo, que puede trascender la voluntad y la consciencia de ese otro.
Podemos resultar objetivamente involucrados en el extrañamiento, querámoslo o no, sepámoslo o no. Esto es importante políticamente porque significa que la universalidad del género humano SIEMPRE es una universalidad dividida o, dicho en términos coloquiales, siempre es posible ser infeliz.
Sin embargo el extrañamiento puede resolverse, podemos volver, o llegar a ser amigos, si llevamos a la consciencia ese impedimento que, desde la obstinación, nos hacía devenir extraños. El comunismo no será una sociedad en que todos seremos felices, sino una sociedad en que el sufrimiento PUEDE ser resuelto. El que el extrañamiento sea esencial al acto de la objetivación, es decir el que el acto de la objetivación, que nos produce, siempre esté mediado por un otro, que es libre, implica que incluso en el comunismo se podrá, perfectamente, ser infeliz, que el sufrimiento aparecerá y volverá a aparecer una y otra vez. Pero será una sociedad en que cada vez podrá ser resuelto.
Hay alienación, en cambio, cuando el objeto extrañado es un sujeto. En sentido estricto, un sujeto es alienado, un objeto es cosificado. Un objeto no puede alienarse. Un sujeto, en cambio, sí puede ser cosificado. La alienación implica una mayor "gravedad" que el extrañamiento en la medida en que el sujeto está más directamente implicado. Quizás es bueno conservar en este término la connotación psicológica que lo relaciona con la locura. Es decir, entender alienación como "delirio", en el sentido original de "salirse del surco" de lo admitido, o de la reconciliación posible, en virtud de la acción mediadora de un otro.
Me interesa reservar el concepto de alienación para un efecto que se da en la intersubjetividad, aunque no aparezca, temporalmente, en la consciencia, o como consciencia. Me interesa porque quiero establecer esta como una situación que, en principio, puede resolverse de manera inter subjetiva, en el plano de la consciencia, haciendo consciente lo que no lo era, por ejemplo. No creo que haya nada intrínseco en lo que llamamos "locura". O, también, creo que llamamos locura sólo a otro de los muchos aspectos de nuestra impotencia histórica que, esta vez, hemos naturalizado como destino de un individuo particular.
Cosificación y reificación son dos términos que sólo agregan grados de gravedad al extrañamiento. No son otra cosa, sólo marcan otros énfasis, útiles para situaciones concretas de cierto tipo. Cosificación es el devenir cosa, ya sea un sujeto particular (que es usado para algo), o un objeto (en tanto se lo usa desconociendo lo que hay en él de subjetivo, de trabajo humano). Reificación es el estado en que la cosificación es adoración del objeto que ha devenido una mera cosa. El caso más evidente es el del consumismo. Es importante notar que la cosificación es el estado de relación más común que tenemos con prácticamente todas las cosas o, aunque parezca redundante, es el hecho de que nos relacionamos con las cosas como si fueran meras cosas. No es frecuente, reconozcámoslo, que tratemos a las cosas, comúnmente, cotidianamente, guiandonos por la humanidad que contienen, y que potencialmente podrían realizar.
Consumimos las cosas ignorando completamente que lo consumido es trabajo humano, humanidad cosificada. El acto caníbal del consumo abstracto, destruye la humanidad en las cosas, deshumaniza. Los objetos de artesanía o de arte, nuestros objetos más inmediatos, en nuestra casa, en nuestro trabajo, suelen retener su virtud de ser humanidad objetivada, y nos encariñamos con ellos, y los tratamos con un cierto respeto, por lo que representan ... hasta que empezamos a usarlos en reemplazo de la subjetividad que contienen. Es el caso de las fotos de los seres "queridos", a los que nunca vamos a visitar ... pero al menos tenemos su foto.
Desde luego la cosificación y la reificación pueden ser aliviadas de maneras inter subjetivas, a través de la consciencia, del reencuentro, potencialmente humanizador, pero, en general, no pueden ser resueltas sino con un cambio en el conjunto de la vida. No estamos en la cosificación : vivimos así, somos eso. Sólo viviendo de otra manera podemos llegar a ser algo otro. O, para decirlo de manera elegante, la cosificación y la reificación marcan el límite en que el simple extrañamiento, en principio restaurable, se hace objetivo, es decir, son aspectos de la enajenación.
En el primer libro de "El Capital", Marx introdujo la idea de "fetichismo" de la mercancía y es bueno, en los términos en que estoy tratando el problema, preguntarse qué relación podría haber, nuevamente en castellano, entre "reificación" y "fetichización". Siguiendo el principio de exégesis que he establecido, se puede reparar en el hecho de que la diferencia remite a la que habría entre las formas de dominar de un rey (reificación), y de un fetiche (fetichización). Un rey es un ente secular, civil, moderno, revestido de una cierta legitimidad racional, o que linda entre lo racional y lo puramente ficticio. Un fetiche expresa el imperio de una "razón irracional", algo que irradia, sin que se sepa desde dónde, un poder hipnótico e inexplicado. El fetichismo, entonces, nos remite a un estado en que la simple dominación que la reificación establecía, de manera explícita, y en cierto modo clara, ha desaparecido tras el velo de lo simplemente hipnótico, de lo que ha borrado su origen, y nos aparece como realidad por sí misma, cautivándonos y esclavizándonos a la vez. El término "fetichismo" introduce la metáfora religiosa, una de las metáforas predilectas de Marx, para explicar el poder que lo dado llega a tener sobre nosotros : "tal como ocurre en la religión, así, en la sociedad...". Y con esto nos hemos puesto ya en el campo de lo que, propiamente, debe llamarse enajenación.
La enajenación es el estado objetivo en que nuestros productos, actos, obras, se han convertido simplemente en nuestros enemigos. Somos, en lo producido, un otro, que no sólo no reconocemos, sino que nos resulta ajeno. Ajeno en el sentido enfático de enemigo, de algo que nos niega. Lo más importante de la enajenación, como concepto, es que es una situación objetiva, es decir, algo en que estamos involucrados más allá de nuestra voluntad, buena o mala, o de nuestra consciencia posible. Hasta el punto de que hay en ella una diferencia objetiva entre el discurso y la acción, una diferencia que no sólo no se sabe, sino que no puede saberse desde sí.
Es útil, al respecto, distinguir entre la mentira, el error y la enajenación. En los tres casos tenemos una diferencia entre el discurso y la acción : se dice algo y, en realidad, ocurre otra cosa. En la mentira hay consciencia, hay interés : sé que miento. No tiene sentido decir que miente alguien que no sabe que miente. Y me interesa : hay un compromiso existencial en el discurso que hago, algo en mi existencia hace que me interese mentir. En el error no hay consciencia, ni interés. No sé, desde luego, que estoy en un error, y no me interesa estarlo. El error es subjetivo, depende de mí y del objeto. La mentira es inter subjetiva. Miento para otros o, a lo sumo, me miento para aparecer de un modo distinto ante otros. Pero ambos son fenómenos de la consciencia. Estoy en un error, no lo sé, pero puedo llegar a saberlo. Miento, lo sé, pero puedo ser sorprendido, y puedo llegar a reconocerlo. Conocer, reconocer, son cuestiones que son posibles en ambos casos.
Frente a esto lo característico de la enajenación es que no sólo no sé, no reconozco, la diferencia entre lo que digo y lo que hago, sino que no puedo reconocerlo : hay un fuerte compromiso existencial que me impide saberlo o reconocerlo. La enajenación, como discurso, es un fenómeno inconsciente en el sentido freudiano. No sólo no se sabe, sino que no puede llegar a saberse sólo por medio la consciencia. Y como situación, o como acto, es una situación objetiva, no depende, en esencia, de mí. Me trasciende. No es que alguien esté enajenado, como si él mismo pudiera no estarlo. Uno es su enajenación. Y no se puede dejar de estar en ella hasta que no cambie lo que uno es. Para salir del error, o de la mentira, se debe llegar a saber o reconocer algo, para salir de la enajenación debe ocurrirnos algo, debe haber una experiencia, no propiamente, o primariamente, un saber. Una experiencia que nos saque de lo que somos y nos haga experimentar algo que no éramos, desde lo cual podamos llegar a saber lo que no podíamos saber. Este proceso, en general doloroso y catastrófico, es lo que se puede llamar autoconsciencia. El discurso de la enajenación es plenamente consistente con la situación que expresa, aunque desde fuera de esa situación se vea una diferencia flagrante, e indignante. Es plenamente consistente porque no es un discurso sobre algo, sino que es, de una manera más profunda, ese algo mismo. Es una situación de vida, un ámbito de la experiencia.
Desde luego el concepto inverso de la enajenación, que nos vuelve al principio, a la objetivación, es el de reconocimiento. Sin embargo, es necesario distinguir el reconocimiento del otro como otro, es decir, el reconocimiento de la diversidad, cercano a la tolerancia, del reconocimiento del otro como un sí mismo, es decir, de la solidaridad como producción mutua, del reconocimiento de la universalidad del género humano en sus diferencias. Pero, en ambos casos, el reconocimiento, es más bien un estado del saber, o de la consciencia, que de la vida. Se trata de (volver a) saber lo que no se sabía. Un estado de la consciencia que nos habilita para retomar la amistad perdida o no entablada aún. Pero no es la consciencia la que mueve al mundo. Saber que otro es un ser humano no nos hace necesariamente vivirlo como tal. Las bases objetivas desde las cuales la amistad es posible puede contar o no con la consciencia. Puede haber consciencia y no amistad. Puede haber amistad de hecho aunque no lo "sepamos". Por esto el término relevante para pensar la felicidad humana (y el comunismo) no es, como podría parecer a una mentalidad ilustrada, el de reconocimiento, sino el de reconciliación, que marca de mejor manera el contenido existencial de la situación que queremos describir.
Entre el reconocimiento y la reconciliación puede haber, perfectamente, un mundo de distancias objetivas. Todos podríamos, en principio, ser amigos de todos. Pero la historia humana es muchísimo más compleja que nuestras buenas intenciones. No se puede predicar, simplemente, el reconocimiento, es necesario remover las trabas objetivas que lo impiden. Reconocer, aunque sea solidariamente, y seguir viviendo de la misma manera, es simplemente una hipocresía filantrópica. Ayuda al otro pero, fundamentalmente, ayuda a nuestra propia consciencia, nos tranquiliza ... y el mundo sigue igual, aunque hayamos cambiado el curso de alguna de sus partículas.
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